Luis Buñuel, un sueño compartido

Luis Buñuel, un sueño compartido
diciembre 3, 2015 admin

Los días 29, 30 y 31 de Agosto se llevo a cabo el «30 Aniversario Luctuoso de Luis Buñuel» en el Agora de la Ciudad de Xalapa dónde se dieron cita artistas plásticos e investigadores en un ciclo de conferencias en las cuales se abordaron temas como: «Buñuel y el surrealismo», «La herencia de Buñuel» y «Buñuel, el hombre de las dos caras», de esta última se desprende la participación del ceramista Gustavo Pérez y a continuación presentamos el texto integro de su intervención.


LUIS BUÑUEL, UN SUEÑO COMPARTIDO

Hasta el sábado pasado estaba todavía con la duda grande de qué podría justificar la presentación de una conferencia mía en este ciclo-homenaje a Luis Buñuel. Porque aunque en principio me pareció más o menos fácil hablar sobre las dos películas que veremos hoy  (Ese Oscuro Objeto del Deseo y   El Fantasma de la Libertad), que son dos de las que mejor conozco y que me fascinan desde hace muchos años, por otra parte me parecía excesivo prometer, como lo anuncia el cartel,  que hablaría sobre la presencia o influencia de la obra de Buñuel en la mía. A pesar de que sin duda, a partir del conocimiento y la admiración que tengo por su cine, algo hubiera podido inventar al respecto, la pretensión de explicar cómo y en qué sus películas se pueden haber infiltrado en mi pensamiento, y sobre todo en mi quehacer creativo me parecía algo descabellado, casi imposible.

Pero el domingo amanecí con alegría, con la certeza de poder venir a decirles  que sí, que desde luego mi trabajo tiene que ver con el de Luis Buñuel, y mucho. Porque,  para ser breve e ir al grano, esa noche viví la grata experiencia de escribir nada menos que la historia y el guión para una película suya. De principio a fin, y con esa fuerza y claridad que tienen las cosas que valen la pena. Y sentí  lo que puede haber vivido Jean Claude Carrière al escribir con Buñuel los guiones que hicieron juntos. Pero en este caso la historia y el guión son míos exclusivamente. Y estuve seguro de que había en ella todos los elementos que garantizaban el carácter y la calidad Buñuel del resultado.

Aparece una fábrica, una gran manufactura de porcelana (ni modo, qué se podía esperar de mí).  Y tanto la blancura como la delicada translucidez de ese material maravilloso proporcionaban un telón de fondo perfecto para el desarrollo del tema.  Por un momento creí que la acción sucedería en la Manufactura de Sèvres, en París, pero la verdad es  que mirando con más cuidado,  las instalaciones que imaginé carecían del discreto y sutil encanto de esa fábrica en la que trabajé por unos años y que conozco tan bien. Más bien parecía ser una de esas porcelanerías de Europa del Este, Polonia, Hungría, Letonia, algo decadente, venida a menos. No tenía la magnificencia de la célebre fábrica de París. Pero eso no tiene  importancia. Lo que sí importa es que en la historia había una gran tensión dramática, un extraño conflicto laboral, en el que se mezclaban elementos sindicales, una violenta confrontación social y elementos sexuales, eróticos, escatológicos, religiosos,  muchas blasfemias, varios sueños alucinantes;  en fin, todo lo necesario para convencer a Buñuel de hacer la película.

Y vi todo con claridad, aun una bella secuencia de créditos de carácter onírico y surrealista. Con modestia y objetividad diría que quizás no a la altura del ojo maravilloso de su Perro Andaluz, pero no lejos en fuerza y sugerencia. En fin, puedo comentarles que hasta hablé con varios personajes que estarían involucrados. Primeramente  con David Cameo, el director de Sèvres, ya que sin duda, por motivos prácticos, debería ser ahí que se realizaran la mayoría de las tomas. Pero también me adelanté visitando a Catherine Deneuve en su departamento de la Place Saint Sulpice, porque me parecía perfecta para el rol de directora de producción de la fábrica; y desde luego sin olvidar que la blancura de su piel delicada  haría un eco perfecto a la de la porcelana.  Todos estuvieron de acuerdo, el proyecto parecía garantizar un éxito total.

Solamente me faltaba un pequeño detalle: hablar con Luis Buñuel… Y en ese momento, con cierta molestia, me di cuenta de que el proyecto todo empezaba a hacer agua, a descarrilarse. Porque según datos que me parecieron ineludibles, Buñuel había muerto hace treinta años. Debo confesar que pensar en esto me empezó a perturbar desde luego. Pero lo de verdad catastrófico fue descubrir poco a poco que todo esto era un sueño. Y entonces, ya a medias consciente,  reconozco que hice todavía el máximo esfuerzo posible por no terminar de despertar. A medio camino entre mi fantástica historia y la terca y gris realidad de la vigilia que se iba imponiendo, luché todo lo que pude por permanecer dentro de ella al menos el tiempo necesario para hablar con don Luis y convencerlo de hacer la película. Pero resultó imposible. La lluviosa realidad de este domingo se impuso; una lluvia insidiosa y fría, igual de desagradable que la que en El Fantasma de la Libertad obliga a la muchacha a detenerse a pasar la noche en su camino hacia Argenton. Y detestando con toda mi alma tanto a esa lluvia como a unos perros muy coatepecanos y nada andaluces que ladraban insistentes recordándome que estaba en mi casa y eran las siete de la mañana, no me quedó más remedio que abordar el día sin haber conseguido la cita con el maestro. Y por lo tanto sin haber realizado juntos una más de sus maravillas cinematográficas.

Pero también, habiendo perdido de paso la interesantísima historia que me había parecido perfecta para empezar a hablar con ustedes de mi relación con Buñuel.

 

Ustedes disculparán que me permita esta introducción disparatada a algo que se supone debería ser serio. Pero la verdad es que mis disculpas tampoco son para ser  tomadas muy en serio. Porque a fin de cuentas,  pienso que la solemnidad es totalmente inconsecuente al intentar un acercamiento al personaje que fue Luis Buñuel, contradictorio e irreverente como muy pocos artistas en la historia. Intentar entender su lenguaje exige atención, entre muchas otras cosas, a la gran desfachatez y el humor cáustico, brutal, seco con los que se burló siempre de todo lo que socialmente es considerado respetable, sagrado o decente. Los políticos, los burgueses, la gente de la iglesia… Buñuel se reía de buena gana y con frecuencia hasta del mismo Luis Buñuel.

Para un ceramista como yo, en absoluto un real conocedor del mundo del cine y mucho menos un crítico, la posibilidad de decir algo interesante sobre el trabajo de Buñuel tiene como primera condición encontrar el ángulo, el punto de vista desde el cual pueda tener sentido mi aproximación a su cine. Una aproximación que idealmente pueda plantear algo que salga de lo que ya todos sabemos sobre el gran artista que fue.

Fue justamente por esta dificultad que dudé un poco antes de aceptar la invitación para hablar hoy aquí. Porque hacerlo para repetir los lugares comunes habituales, no vale la pena.  Lo que se me ocurrió entonces fue intentar descubrir y analizar un poco esos elementos de su trabajo que podemos considerar característicos, lo esencial de su lenguaje.   Y acudí entonces, con la deformación profesional  determinada por mi propia experiencia y curiosidad, a las razones por las que me intriga tanto ese estilo suyo de hacer  cine con un sello extraordinariamente fuerte y personal, un lenguaje único e inimitable.

 

¿Por qué es así? ¿Por qué  esa manera de hacer cine representó y sigue representando lo que todos de forma más o menos definida llamamos «una película de Buñuel»? Lo cual  es por cierto una pregunta que me hago siempre ante la obra de alguien que me interesa. ¿Qué es en el fondo eso que nos hace sentir de forma certera y sin sombra de duda que estamos ante una película de Woody Allen o de Fellini o de Bergman; una composición de Mozart,  de Beethoven o de Bach; un poema de Borges?…  creo que muchos de ustedes compartirán conmigo esta especie de confianza con la que al paso de los años y la experiencia sabemos reconocer los rasgos distintivos de un lenguaje creativo en particular.  Lo cual, si lo pensamos bien, es un fenómeno bastante peculiar. Porque todo creador poseedor de eso que llamamos un lenguaje personal, utiliza siempre fundamentalmente los mismos elementos con los que otros hacen cosas sin trascendencia, banales y sin importancia. Y pienso por ejemplo en cómo nos basta con leer un par de líneas en las que las palabras serán prácticamente las mismas que utilizamos todos los demás mortales, pero que por alguna razón que parece misteriosa, nos resulta evidente que se trata de un poema de Borges. ¿Qué es ese algo indefinible que nos permite al escuchar una pieza musical, saber (o sentir) apenas después de unos cuantos compases que se trata indudablemente de una obra de un compositor determinado? Y sin ninguna duda, con esa certidumbre extraña que pasa de captar que se trata de música de una cierta época, a saber precisamente de quién es. Un color, un sentido de la disonancia, del ritmo, algo, sutil, pero perfectamente definido.  Algo tan personal como las huellas digitales, algo único.

Es así como podemos comprobar que basta con ver una escena  de una película mexicana, hecha en los estudios Churubusco, con actores conocidos de los cincuenta, casi en todo igual a las de los demás directores mexicanos de aquellos tiempos, en la que hay sin embargo algo, indefinido pero evidente, que nos hace sentir que su autor no puede ser otro que Luis Buñuel. Una economía de medios, una especie de sequedad dura y delirante para decir las cosas, un humor ácido y sin concesiones, y la aparición aquí y allá de elementos disímbolos, absurdos, inexplicables. Estamos ante una película suya, no hay confusión posible.

De lo que se trata en todos los casos, sea poesía, música, cine, cualquier creación, es de una forma particular de utilizar los materiales con los que se construye la obra. Y en este sentido sé bien que la elementalidad del oficio que practico ayuda a percibir con claridad este aspecto material, técnico, ese cómo se hacen las cosas que imprime al trabajo el sello único, infalsificable. Que depende desde luego de un oficio, de los recursos de los que se vale el autor para conseguir un resultado que lo satisfaga. Pero también, y esto es fundamental,  de cómo funciona una mente, ese proceso individual que desde siempre me ha fascinado al aproximarme a la obra de cualquier gran creador. Al respecto pienso, entre muchos otros ejemplos, en los testimonios que han dejado algunos que me interesan, el pintor Francis Bacon, por ejemplo, quien en sus conversaciones con David Sylvester a lo largo de muchos años explicó hasta donde pudo las características de su pintura, el modo en que luchaba con su cuadro hasta que aparecía en él,  casi siempre por accidente, ese algo que lo convencía, ese trazo, esa mancha de pintura en apariencia arbitraria que era lo que en ese  momento necesitaba . O en los textos brillantísimos de Philip Roth  sobre su escritura, y la descripción del largo, ineludible y penoso proceso de búsqueda de lo que sería su siguiente novela; la escritura tan cuesta arriba de 100, 150 páginas antes de llegar a una que “respiraba”, una en la que estaba el germen de todo lo que debería seguir; la página inicial, la más difícil de todas. Y pienso aún en el descubrimiento muy reciente de las reflexiones de Albert Einstein sobre la naturaleza de la creatividad. O en Schubert (pero bueno, siempre pienso en Schubert), y su maravillosa explicación: “termino una pieza y empiezo la siguiente”.  Que en su aparente banalidad es la que más cercana tengo en relación con mi propio trabajo.

En el caso del cine, el “material” a utilizar no es desde luego tan elemental como mi arcilla, y la técnica para generar la forma es por lo tanto infinitamente más compleja que el girar de mi torno. Los materiales de un cineasta son muchísimos: desde una historia a partir de la cual crea imágenes, diálogos, un grupo de actores, escenografías, fotografía, sonido, luz,  y muchas cosas más.

De las maneras concretas en las que un cineasta combina todos estos elementos resulta pues esa especificidad a la que me refiero. Y debemos tener en cuenta que aunque al paso de los muchos años que duró su carrera sus recursos fueron desde luego desarrollándose, ya desde sus primeras películas fue capaz de producir imágenes profundamente perturbadoras, que marcaron la historia del cine. Para decirlo de manera sencilla: la originalidad absoluta  de Buñuel está ya presente en Un Perro Andaluz, atraviesa todo su período mexicano y llega a su culminación con las dos obras que nos ocupan esta tarde, Ese Oscuro Objeto del Deseo y El Fantasma de la Libertad, que son el momento de la libertad total, del hacer exactamente lo que se le antojaba, la maestría. Y quizás, tristemente, la vejez también…

Pero al hablar de ese cómo, cómo produjo los efectos que deseaba, pienso sin remedio como ceramista en términos de técnica, de oficio. Y me llama mucho la atención que en el trabajo de dirección de sus actores, como todo gran director, utiliza recursos muy particulares para obtener el resultado deseado. Buñuel no llegó (que yo sepa) a los extremos de violencia de la manipulación de otros directores, como por ejemplo  Fassbinder, varios de cuyos actores terminaron suicidándose, y que alguna vez con extrema crueldad utilizó a su madre en una escena; y para prepararla le habló un buen rato del horror  de infancia que vivió con ella,  de la mujer mediocre y frustrada que era,  hasta que justo en el momento en que la madre se quebró y empezó a sollozar hizo grabar la escena. Perfecta y terrible, por cierto.

Pero volviendo a Buñuel, es interesante saber que las actuaciones que vemos en sus películas no son desde luego solamente el resultado de un trabajo profesional de sus actores. No, hay más que eso, hay un autor atrás,  un hombre que modela con esa arcilla que son sus actores, que los maneja y manipula, que los hace mentir muy bien…Y en este sentido recuerdo la anécdota que cuenta Angela Molina, quien en una escena de Ese Oscuro Objeto del Deseo debe, una vez más, rechazar al viejo seductor. Y como a Buñuel le pareció que él estaba actuando con demasiada seguridad y que necesitaba ser ligeramente desbalanceado, le pidió a la actriz que justamente antes de filmar la escena, discretamente le dijera a Fernando Rey que le olían muy mal los pies. Con lo cual su aplomo se perdió lo suficiente como para obtener la escena que Buñuel quería; un viejo humillado, profundamente incómodo. O la manera en la que «ayudó» a todos los actores durante la filmación de El Angel Exterminador a estar realmente a disgusto en esa mansión en la que están encerrados. Lo cual fue muy sencillo: pidió a todos untarse un poco de miel en las manos. Con eso bastó para que la angustia de vivir en ese inexplicable encierro tuviera ese otro elemento que la cámara nunca registra pero que está en la manera de moverse y comportarse de los actores; la real molestia de sentir las manos sucias que se pegan a todo lo que tocan, algo que es evidentemente un recurso perfecto para hacer que las actuaciones sean convincentes, porque los actores estaban verdaderamente sintiéndose muy incómodos.

Y eso es lo que a los espectadores nos golpea. Las imágenes que percibimos y que guardamos para siempre en la memoria. O mejor dicho, no tanto en la memoria, sino en la mente,  muy probablemente en el inconsciente. Porque sin duda podemos olvidar las historias y los diálogos, podemos olvidarlo prácticamente todo. Pero lo que nos sucede con la exposición al gran arte de Buñuel, y es un fenómeno que nos sucede también con algunos otros grandes directores de cine (y pienso sobre todo en Tarkovsky), es que la verdadera percepción se da en un nivel profundo, no el de la narración ni el de la anécdota sino como fenómeno cerebral, mental, neurológico. Creo que la larga carrera de Buñuel arrancó justamente bajo ese designio: no concentrarse en contar historias, no narrar; más bien dirigirse a lo más hondo y como bien lo dijo él mismo, lo más oscuro de nuestro ser, lo irracional. Por eso el haberse acercado al surrealismo como lo hizo, le resultó tan productivo y rico. Por eso sus películas pueden parecer no tener pies ni cabeza, ser absurdas y locas. Y a la vez, ser perfectas. Acercándose a lo que a mí me parece el ideal de toda forma de arte: ser pura forma, ser… música; en fin, ser como la música, que no se explica ni se entiende, sólo se siente.

Termino ya. Solamente quiero añadir que si acaso alguna huella o influencia puede haber quedado del trabajo de Buñuel en el mío,  o quizás mejor dicho, si algo suyo puedo desear compartir, sería, además de un enorme gusto por lo contradictorio, lo escatológico y lo irreverente, el afán desmesurado de libertad que caracteriza su obra, su voluntad de acercarse lo más posible al misterio vital, la atención permanente al secreto centro de nuestras pulsiones, curiosidades y deseos. En pocas palabras, despreocuparme de lo que mi cerámica pueda ser o significar, con la intención única de que haya en ella algo más importante que belleza: que haya verdad.

Gustavo Pérez, Zoncuantla, agosto 27, 2013.